Alaska: el tablero donde se reacomoda el mundo
La cumbre de ayer en Alaska no fue simplemente un encuentro entre dos líderes; fue la escena inaugural de un nuevo capítulo geopolítico. Allí estuvieron Donald Trump y Vladimir Putin, dos hombres cuya sola presencia reacomoda fichas en el tablero mundial.
Quiero elogiar a ambos, y lo haré, aunque no sin dudas razonables sobre lo que Trump esconde bajo la manga de su impredecible carácter. Sin embargo, lo cierto es que este encuentro fue mucho más que un protocolo: fue un mensaje.
A diferencia de cómo suele ser tratado Volodímir Zelensky en Europa y Estados Unidos —ese visitante incómodo que llega a pedir favores con gesto lastimero—, Trump recibió a Putin como lo que de hecho es: Un Hombre de Estado. No hubo improvisación. Hubo seguridad militar y alfombra roja, un ceremonial que recuerda a las cumbres de antaño, donde se decidía no solo el rumbo de países, sino del mundo entero.
La escena, en contraste, deja atrás la comedia amarga del mandatario ucraniano, convertido ya en un personaje menor, un bufón en la antesala de la historia. Mientras Zelensky mendiga, Putin negocia. Mientras unos siguen comprándole lágrimas al comediante, Trump se sienta frente a su par ruso como si se tratase de Yalta rediviva o de un nuevo Reykjavik en territorio americano.
Los medios afines al progresismo neoliberal reaccionaron con furia. El mediocre y algo caduco columnista Armando Guzmán, ese eco de la narrativa oficial del neoliberalismo, se atrevió a calificar la recepción de Trump a Putin como el homenaje a un criminal de guerra. Pero la ironía es evidente: el verdadero depredador de fondos públicos y vidas humanas ha sido Zelensky, convertido en sanguijuela de los contribuyentes europeos y estadounidenses. Guzmán calla, como tantos otros, porque su guion se lo exige.
Lo esencial, sin embargo, no es ese coro de lamentos. Lo esencial es que la cumbre de Alaska se erige como el instante de redención para Trump. Muchos conceden la victoria política a Putin —y con justicia, pues su temple y estrategia lo sostienen como vencedor—, pero quien ayer recuperó un lugar simbólico fue Trump. Sus cuatro años previos como Presidente de los Estados Unidos, plenos de excesos, imprudencias y caóticas narrativas quedaron suspendidos, lavados en el dramatismo del encuentro.
Trump pudo haber continuado con el viejo rol del bravucón escolar, repitiendo los gestos de potencia hegemónica. Pero no. Escogió otro camino: enfrentar el corazón del conflicto. Allí, ante el hombre que Joe Biden y Europa han vendido como dictador de un Estado terrorista, Trump decidió dar un golpe de timón. Quizá por cálculo, quizá por instinto, lo cierto es que, con ese gesto, recolocó a todos los actores en su sitio.
El mundo entero lo entendió: Alaska ya no es un paisaje remoto; es el nuevo tablero donde se juega el ajedrez del siglo XXI. Porque esta cumbre de Alaska quedará inscrita en la memoria política no como un encuentro ordinario, sino como una escena de las que reconfiguran la historia. Allí estuvieron dos hombres de estado cuyo saludo inicial bastó para anunciar que algo trascendente iba a suceder.
El primer detalle épico fue precisamente ese saludo. No hubo rigidez protocolaria ni distancia diplomática. Fue un gesto cordial, casi familiar, como si se reencontraran viejos amigos que han compartido más de lo que el mundo imagina. Y entonces, la frase de Putin, cargada de simbolismo y proximidad, sonó como un eco destinado a quedar grabado:
¡Hola, vecino, es un gusto verte de nuevo!
En ese instante se borraron, al menos de manera simbólica, las fronteras y las hostilidades. No era un presidente enfrentando a otro, sino dos figuras sabiendo que comparten un mismo tablero y que juntos pueden redefinirlo.
El segundo momento fue la madurez del desarrollo de la reunión. Nadie esperaba concesiones fáciles ni sumisión mutua, y justamente por eso fue memorable. Hubo aceptación franca de coincidencias, reconocimiento abierto de divergencias y, sobre todo, la seriedad de entender que los destinos de naciones y bloques dependen de la claridad con que se marquen las cartas. Fue un diálogo de poder, no de súplicas ni gestos histriónicos.
Finalmente, el tercer detalle, quizás el más cargado de retórica geopolítica, llegó con las palabras de un Putin sonriente amable hacia el cierre:
La próxima vez será en Moscú
Esa frase de Putin fue más que una invitación. Era la declaración de que el juego ya no se disputará únicamente en el terreno de Occidente. Ya jugué en tu terreno —parecía decir Putin— ahora te toca jugar en el mío. Fue un reto elegante, un recordatorio de equilibrio estratégico y, al mismo tiempo, un guiño a lo inevitable: el poder se mide tanto en lo que se concede como en lo que se exige.
Así, Alaska se transformó de paisaje remoto en escenario épico. La cordialidad del saludo, la madurez del diálogo y la promesa de un próximo encuentro en Moscú convirtieron esta cumbre en mucho más que un protocolo: fue el anuncio de que el mundo está entrando en un nuevo capítulo.
La Cumbre de Alaska —que será llamada así como uno de los más grandes momentos del Siglo XXI— ha puesto sobre todas las mesas y discursos de la política mundial el hecho de que si había dos personas que tenían que hablar para resolver todas las situaciones (que incluyen comercio y tratados internacionales, por cierto) esos eran estos dos: Putin y Trump. El resto de espectadores solo habían tirado soluciones vagas, tendenciosas e individualistas.
Por supuesto que la ultraderecha europea hizo berrinches. La Unión Europea, la OTAN y el propio Zelensky protestaron por la simple idea de un encuentro y diálogo entre los pares de las dos potencias mundiales y mientras Europa alegaba aquello de ¡No se debe negociar la paz de Ucrania sin Ucrania!, el comediante de Kiev dijo algo bastante cierto: Esta reunión es una victoria personal de Putin. Aunque olvidó decir que también lo es para el pueblo de Ucrania, su propio pueblo. El mismo pueblo que él está destruyendo.
La eurozona y Zelensky saben, y hoy lo tienen más claro, que después de esto el poder hegemónico solamente se jugará en un solo tablero de ajedrez con dos jugadores, valga decirlo así, con experiencia y destreza en cuanto a política y su diplomacia implícita: Donald Trump y Vladimir Putin. Ambos decidieron dejar de jugar a las guerritas y encarar la situación dejando claras sus propias razones.
Quedan algunas polémicas no obstante, precisamente por esto. Vladimir Putin ha dejado claras las razones del comienzo del conflicto que vienen desde el golpe de estado en Ucrania en 2014 —el Euromaidan— y las violaciones por parte de Ucrania, Francia y Alemania a los Tratados de Minsk que confesaron despreciar y que solamente los firmaron para darle tiempo a Azov —la tiranía ucraniana neonazi— de rearmarse y adquirir fuerza.
Putin advirtió en su momento que la OTAN no podía extenderse hacia el Este de Europa porque ya existía un acuerdo sobre el tema. En su momento también le dijo al idiota de Joe Biden que debería evitar la confrontación y que no cruzara las líneas rojas pero ni Biden ni Europa se tomaron en serio la petición de Moscú y quedó claro que los rusos no hablan a la ligera. Las razones de peso de la Federación Rusa son básicamente la seguridad nacional de su nación y su pueblo.
Si la OTAN se extiende hasta Ucrania por consecuencia contará con el apoyo de Rumanía y Moldavia permitiendo el crecimiento de la extrema derecha en la región y con ello afectará a la población rusa en las fronteras con todos ellos. Indirectamente, eso también afectará las relaciones comerciales entre Rusia y Estados Unidos. Tomando en cuenta que, hasta antes del conflicto, Rusia solía comerciar minerales vitales y energéticos con la Unión Americana.
Trump por su parte no pudo blandir demasiadas razones pero sí fue honesto al expresar que, en su sentir, dicha reunión resolvía mucho más rápido los problemas reinantes que los tres años y medio en que Joe Biden, el partido demócrata y Europa habían fingido apoyar un país que hoy se debate entre la crisis y la muerte: Ucrania.
En resumen:
En Alaska no se estrecharon solo dos manos, se tocó el pulso de la historia. Un saludo que sonó a hermandad, un diálogo que respiró madurez, y una promesa con marco de esperanza lanzada al viento: La próxima vez será en Moscú.
Ese instante no fue diplomacia; fue teatro sagrado. Trump, el imprudente redimido, encontró en la solemnidad de la cumbre su absolución. Putin, el estratega frío, marcó el compás del futuro con una frase que resonará como advertencia, desafío y promesa de Paz.
Allí, en un rincón remoto del mundo, el tablero cambió de manos. Y aunque no hubo tratados ni firmas, se firmó lo que importa: un símbolo. Un símbolo que anuncia que los tiempos menores, los tiempos de farsantes y mendigos de la política, han terminado.
El nuevo capítulo ya comenzó, y su primera página se escribió en Alaska.
Es cuanto
Messy Blues

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